Durante estos días he estado contactando, primero por teléfono y después personalmente, con los primeros internos llegados a Úbeda, procedentes de Madrid, allá por el año 1942.
Don Juan Pasquau, en su libro Memoria de una época, habla de ellos e incluso nos da sus nombres, cuando comenta que fue a la estación de Linares-Baeza a recogerlos. Nos dice:

Teobaldo Cañadas destaca pronto por su seria personalidad. Los hermanos Vaquerín ‑madrileños cerrados‑ traen a la plaza de López Almagro el acento de Lavapiés. Martínez Díez, se abisma en meditaciones y parece astutísimo…
Memoria de una época, p. 20.
Me puse a buscar a estos antiguos alumnos y los encontré. Fue fácil, ya que un vecino del 2.º A, Jaime Tello, me proporciono una lista, que había confeccionado José López Lizcano, alumno n.º 1 del internado de Úbeda. Lizcano recordaba con orgullo cómo el padre Villoslada le dijo:
Tú serás el n.º 1 del internado. Ponte el primero de la fila.
Además de estos tres alumnos, localicé a Ignacio Escobosa y a Julio Bucero. Con el único que no pude hablar personalmente fue con Vaquerín, por estar un poco delicado de salud.
Tengo que deciros que mis palabras mágicas fueron (antes de que pudieran colgarme): «Soy un antiguo alumno de la Safa de Úbeda». ¡Menudo choque emocional! Ninguno me colgó el teléfono. Es más: la llamada duró, más o menos, media hora.
Con el primero que contacté personalmente fue con José Martínez, del que don Juan Pasquau decía que parecía astutísimo. A José Martínez lo eligieron para ir a estudiar Magisterio a Villanueva del Arzobispo. Como sabéis, la escuela de Magisterio empezó en dicha ciudad. Allí se fue nuestro amigo José para hacer su magisterio, pero (no hay que olvidar que aquellos chavales eran, la mayoría, hijos de viudas o de padres que estaban en la cárcel) José tuvo que dejar sus estudios para volver con su madre a ejercer de hombre de la casa, con 16 años. Buscó trabajo y lo encontró con relativa facilidad. Le hicieron un examen para entrar en Renfe y le dieron su primer trabajo. El examen, según me comenta José, fue fácil, debido a la estupenda preparación que llevaba de Úbeda. Entró de fogonero en los trenes a vapor, un trabajo duro, que este chico “astutísimo” ‑según Juan Pasquau‑ supo dejar, al progresar, con el estudio, en la compañía. José termino su vida laboral en Renfe dando clases y supervisando las locomotoras de última generación. No se equivocó con él su maestro Pasquau.
José también me contó la historia de su hermano Ángel. Ángel está enterrado en la cripta de la Safa, junto al padre Villoslada, Fernando Gallego, “Hijo mío”, y el padre José Gómez. Ángel cayo enfermo, debido a una epidemia de tifus que se adueñó de la Safa. El padre Villoslada logró que le proporcionaran un fármaco difícil de conseguir entonces, que se llamaba “Penicilina”. Miguel, el chófer del padre Villoslada, se encargaba de venir a Madrid a recogerlo, procedente de Londres. Todos los esfuerzos fueron inútiles y Ángel falleció, dejando un gran desconsuelo entre profesores y compañeros. La única familia directa que estuvo en el sepelio fueron sus dos hermanos, José y Luis, que estaban con él en la Safa, ya que su madre no pudo desplazarse, por tener hijos menores que atender, y que su padre, en esos momentos, estaba en la cárcel.
Teobaldo me contaba que, cuando tuvieron el tifus, fueron muchos los que cayeron mal. El tifus te dejaba con una gran flojedad de piernas. Para poder andar, tenías que ir agarrándote en donde podías. Incluso, uno de los alumnos tuvo problemas para orinar.
—Si vieras —me decía Teobaldo—… Todos los compañeros se pusieron a animarle para que orinara: «¡Vamos, vamos, un pequeño esfuerzo!». Unos abrían grifos, otros intentaban animarlo a que orinara con lo primero que se les ocurría. Cuando, ¡por fin!, empezó a orinar, todos, al unísono, le dieron el mayor aplauso que nunca meada tuvo.
Los recuerdos les vienen a la memoria entre penas y alegrías.
La vida en aquel internado no fue fácil. Además del tifus, tuvieron otra epidemia que les afectaba a los ojos. Cuando se levantaban por la mañana, no podían abrirlos por la cantidad de legañas que tenían. Otros, los sanos y traviesos, se echaban en los ojos cal de las paredes para parecer que ellos también lo estaban y poder ir a la enfermería a disfrutar de los cuidados de la hermana enfermera. La hermana enfermera sabía lo traviesos que eran esos chiquillos y utilizaba un método infalible: al entrar en la enfermería, tenían que tomar agua de carabaña, una agua que tenía la particularidad de estar muy salada, lo que la hacía intragable. Si fallaba el método del agua de carabaña, la hermana enfermera tenía el Plan B, que era una cucharada de aceite de ricino. Como podéis comprobar, el filtro para entrar en la enfermería era muy selectivo.
Todos hablan de sus sabañones en aquellos gélidos días de invierno. Para recibir las clases, tenían que salir del internado e ir al palacio de los Medinillas, cuya única calefacción era la humana. Es muy probable que de allí sacara el padre Villoslada la idea de comunicar el edificio del internado con el de las clases.
Aquellos chavales también sufrieron su correspondiente plaga de piojos. En fin, que no les faltó de “na”.
Lo que sí recuerdan con mucho cariño son sus veraneos en el colegio de El Palo, en Málaga. Dentro de sus escasos medios, se podían permitir el “lujo” de veranear, cuando todavía no lo había descubierto el resto de los mortales.
El padre Hermoso siempre les gastaba alguna broma: «Este año, por obras, es muy probable que no podamos ir a El Palo». Los mantenían en suspense hasta la víspera de marchar, en que les anunciaba la estupenda noticia de que todo estaba arreglado. Imaginaos el alborozo. Ignacio Escobosa todavía se acuerda de todas las estaciones de tren que había desde Linares-Baeza hasta Málaga. Los traslados desde el colegio hasta la estación de tren se hacia en camiones, porque salía más barato. (Los cinturones de seguridad vinieron después).
Con qué cariño recuerdan al padre Villoslada, al padre Hermoso, a don Juan Pasquau, a don Sebastián Talavera, Fernando Gallego “Hijo mío”, a sor Germana, que se encargaba de la cocina, y a sor Ignacia, la del ropero. La hermana de la enfermería era un poco más “hueso”. Digo yo que sería por el aceite de ricino.
A mi me ha “dejao alucinao” la memoria de estos “chavales”. Teobaldo se acordaba del libro con el que le hacían los dictados: Miranda Poveda, era el autor. «Anda que no era puñetero el libro de marras», me comentaba Teobaldo.
Para mí han sido muy gratificantes estos encuentros. Después de una infancia muy agobiada, estos chavales supieron abrirse paso en la vida con ganas, ilusión, esfuerzo y con un… «Paso a la juventud» que todavía practican.
Para terminar, en nuestro encuentro les regalé, de parte de nuestra Asociación, el libro Así escriben los antiguos alumnos de la Safa de Úbeda. «Un regalo muy entrañable», decía alguno de ellos.
Ignacio no pudo esperar a llegar a casa. De vuelta, en el metro, estuvo leyendo el artículo de Alfredo Rodríguez titulado “Reflexiones garbanceras”. Al llegar a casa, me llama para decirme: «¡Pepe! Que la foto del artículo de los garbanzos es de nuestra época. No os la apropiéis». A lo que le respondí: «De acuerdo, Ignacio. La foto es vuestra; pero los garbanzos son de todos».
Al buscar la fotografía, me he acordado de una anécdota que me contó Ignacio. Me dijo: «Cuando me enseñaron la foto de San Pablo, tuve que llamar a un amigo para que me dijera quién era yo. No era capaz de reconocerme, ya que nunca me había visto, ni por espejos y, mucho menos, por fotos».
Curioso.
 

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