30-05-2010.
Han sido tantos los e-mail y las llamadas de teléfono, preguntando por el funcionamiento del dichoso flexo, que no me queda más remedio que explicarlo.
Desde muy pequeño estuve dándole el peñazo a mi padre para que me explicara cosas que desconocía. Mi padre, por necesidades del guión, se dedicaba en sus “ratos de ocio” a reparar y montar aparatos de radio para varias tiendas de Sabiote. Aún hoy me comentan, algunos paisanos, cómo siguen conservando aquellos aparatos de radio hoy reliquias del pasado.

Ejerciendo mi padre como maestro, pude construir, a la edad de diez años, mi primer aparato de radio-galena. Una corrida de toros, desde Las Ventas, fue lo primero que escuché. Creo que aquella anécdota marcó para siempre mi vida profesional. El estudiar electricidad en la Safa fue porque era lo más parecido a lo que yo quería dedicar mi futuro.
Aquella radio-galena consistía en una bobina, un condensador variable, un diodo (que sustituía, en aquellos tiempos tan modernos, al trozo de galena), un auricular telefónico y un cable largo que hacía de antena. Aquella radio no necesitaba baterías para alimentarse, lo cual era toda una ventaja para nuestros escasos o nulos ahorros. La membrana de aquel auricular se movía por las ondas electromagnéticas que generaban las emisoras de AM y que el cable, que hacía de antena, recogía del aire.
He hecho esta introducción para que se pueda entender mejor la siguiente reflexión, rescatada de aquellos tiempos.
Pasaban por debajo de la ventana, del cuarto de mi dormitorio, unos cables gruesos y largos, que se iban a utilizar para alimentar la cocina de la Safa. Aquellos cables estaban allí, esperando la llegada de un transformador que no sé si alguna vez llegó a colocarse.
Estaba con mi radio-galena cuando, un feliz día, me entró la inspiración y se me ocurrió:
Joer… Si este pequeño cable, que sirve de antena, es capaz de hacer mover la membrana del auricular para escuchar la radio, ¿qué no podrán hacer estos cables, largos y gordos, que pasan por debajo de la ventana?
Así fue como, y con la ayuda del palo de una escoba, decidí enrollar un cable fino a uno de los cables gordos que pasaban por debajo de mi ventana para conectarlo al flexo. El otro terminal lo saqué de la toma de tierra del enchufe que teníamos en la habitación. Así fue como aquel flexo funcionaba con independencia de los cortes de nuestro inspector, el hermano Serrano. ¿Aclarado?
 


 
P.S.: Sé que no vienen a cuento los “tacos” en esta página web, tan selecta; pero me viene al pelo, para contar otra anécdota.
Recuerdo perfectamente aquel día de mayo en el que estábamos, en los campos de fútbol, esperando para empezar la gimnasia. Estábamos hablando en un corrillo, cuando noté un dedo que me daba en el hombro. Me vuelvo y me encuentro una sotana, más grande que una plaza de toros, cuyo portador era el Prefecto padre don Rafael Navarrete. Me quedé estupefacto. En ese momento, nuestro Prefecto me espeta:
—Niño… A ver si cuidamos esa lengua… que decimos muchos tacos…
Impresionado cómo estaba, voy y le contesto:
Joer, padre… Usted perdone, pero no me he dado cuenta.
El padre, intentando guardar el tipo, me contesta:
—Hijo… esa es la pena que me da: ¡que no te des cuenta!
No os quiero contar el día que pasé.

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